6 de agosto de 2006

De frágil bronce

Hace tantos años que estoy aquí que a veces pienso que soy parte de esta tierra, que nací de ella y le pertenezco. Desde mi posición veo el parque y mas allá las calles que han ido cambiando cada año. Me hago a la idea de que avanzo por ellas hasta donde abarca mi vista, allá lejos donde el mundo se acaba para mí.

Los árboles me acompañan día y noche pero no hablan, sólo susurran el orgullo de poder moverse. Me descubro envidiando sus suaves movimientos, la arrogancia a la hora de lucir sus ramas sin el manto verde cuando irremediablemente el frío llega al parque.

Lo que daría por sacudirme de encima a las palomas, pájaros grises y desconsiderados donde los haya, o hacer burla al transeúnte que me mira sin verme, o gritar al sol justiciero de verano que deje de calentarme la cabeza.

Mi quietud es parte de mi esencia, mi porte de erudito lo que trasmito, aun cuando sé que soy transparente para la mayoría de los paseantes.

Todos los días amanece y anochece en mi trozo de planeta y todos los días son distintos aunque la gente que pasa a mi lado sea la misma. El tiempo transcurre inexorable y hace que me cueste reconocer a las personas que comparten conmigo este espacio pero sé que son ellos. Todos con sus rutinas, sus paseos, sus vidas. A veces pienso que no se diferencian tanto de mí porque van con sus soledades a cuestas. Pero sí son diferentes a mí, porque son capaces de moverse, de llorar, de reír, enfadarse y además sé que no son como yo porque de repente desaparecen, no vuelven más y me doy cuenta entonces de todo el vacío del que estoy hecho.

Qué malo es estar tan solo. Si fuera como Baco, siempre tan alegre, tan divertido, tan borracho, o como Apolo, deseado y rodeado de bellezas que no paran de hablar pero que hacen compañía con sus vidas, todas sin sentido, pero complementarias. Aunque creo que se siente infeliz porque está rodeado de bellezas que nunca podrá disfrutar, ni tocar. Todos tenemos nuestra propia desdicha. En mi caso, estoy solo, con mi barba larga, mi porte mayestático, mi nombre borrado por el tiempo. Hace mucho que olvidé quien soy y el porqué estoy aquí. Antes, al inicio de mi existencia, me colocaban flores y me quedaba el orgullo de saber quién era. Pero ¿ahora? Me siento solo.

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Desde mi último pensamiento han transcurrido días, meses, años… ni sé el tiempo, pero hoy me ha despertado una mirada.

Sí, una mirada fija en mí. Toda la mañana fijos sus ojos en los míos. Qué sensación me ha invadido. Unos ojos verdes, dulces y profundos se han posado en mi cuerpo, y yo hipnotizado sin poder dejar de mirarla. Me ha hecho compañía durante un tiempo. ¡He sentido su presencia tan cerca!

Pero se ha ido.

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Creo que estamos en primavera, los pájaros están revolucionados, revolotean a mi alrededor, sus gritos se mezclan con los de los niños. O no, es el inicio del verano, cuando todo el mundo pasa a mi lado como si fuera la sangre del parque; rápida, alborotada, llena de vida. Cómo me gusta sentir la vida a mi lado.

Ella ha venido y se ha sentado en el mismo banco. Me sorprendo mirando cómo se prepara, cómo se mueve. Sin darme cuenta, parece que casi en el mismo instante que poso mi mirada en ella, está anocheciendo. Es como si todo se parara a su alrededor. Aparece y todo se ralentiza. Tiene el poder de tranquilizar el mundo imitando mi quietud. ¡Qué extraña me resulta!

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Hace días que no hago otra cosa que observarla. Cada detalle de la luz que proyecta, las risas de los niños cuando se percatan de su presencia, le echan una moneda y provocan su movimiento. ¿Puede que sea envidia lo que tengo? ¿Como la que siento por los árboles? Definitivamente no es envidia, creo que no, porque los árboles me provocan indiferencia, en cambio ella… no sé qué me provoca verla.

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Comienza a hacer frío, lo noto en mi pedestal. Va subiendo como una sombra invisible hasta llegar a mi nuca y lo noto también por la poca presencia de gente a mi alrededor.

Ella no está.

Presiento que este invierno va a ser duro.

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El invierno, mi soledad, el frío, la nieve que me cubre los ojos y que cuando se derrite me hace llorar. Es una ilusión que me hace más humano, es lo que me digo, pero no hay nadie para darse cuenta. No esta ella para acompañar mi tristeza.

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La he visto pasar a veces a mi lado parándose un momento para mirarme pero no se ha quedado. Es como si quisiera decirme con esas visitas que no se olvida de mi perenne presencia en el parque. Me sorprendo contando las veces que acude, cuando confundo a otra mujer creyendo que es ella, cuando la ausencia de todo movimiento me aturde.

Y, qué curioso, me he dado cuenta que no sé cómo es realmente, solo son sus ojos los que vienen a mí cuando la evoco. Sus ojos verdes y profundos. Y su ausencia en el banco que hay frente a mí.

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Hoy tampoco ha venido. Qué angustia sin saber de ella. ¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo? ¿Un amor la retiene quizá? ¿Por qué siento esto si no tengo nada dentro?

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Amaneció de nuevo en el bronce que me cubre.

La he visto. Me ha vuelto a mirar.

Esta vez no he perdido detalle de sus movimientos para verla cuando no está. No quiero perderme ninguno de sus detalles, por si vuelve a desaparecer. ¿La habrán creado para hacerme compañía? No, no puedo tener esa suerte.

Es alta, delgada, morena, con brazos largos y gestos majestuosos. La ropa pegada a su cuerpo menudo le da una apariencia de fragilidad. Sus piernas levemente posadas sobre el suelo. Toda ella es suavidad y cuando alguien se acerca comienza una danza, como para llamar la atención.

Su movimiento parece poesía.

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Pero ¿Qué me ocurre? Cuento los minutos, las horas, los días y las estaciones. Ella acude a mi lado a veces y me llena de desazón cuando descubro su ausencia. Si amanece nublado maldigo a los dioses que me hacen tan desdichado, pero si el sol me da de pleno no me doy cuenda del calor de mi cuerpo, sólo descubro lo que desde hace tiempo ha ido llenando el vacío de mi interior.

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Ha pasado el tiempo y ella aún acude a visitarme, pero ya no se coloca sus ropas ni pinta su cara. No.

Trae un cuaderno grande y se pasa las horas delante de mí, mirándome, observando cada detalle mientras garabatea en las hojas. ¿Qué hará? ¿Pintarme? Reconozco que me tiene desconcertado, pero no puedo dejar de mirarla ¡Si al menos pudiera ver mi sonrisa! Nací sin ella pero sé que la tengo porque me estremezco cuando la veo, cuando son sus labios los que me sonríen y es que creo que intuye la mía.

Qué compañía me brinda. Pero ahora me siento más solo cuando se va. Al anochecer recoge todo, se acerca a mí para despedirse. No dice nada, sólo mira mi placa, sonríe y se va. ¡Cómo me gustaría poder verla alejarse! ¡O acompañarla en su camino!

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Está sentada frente a mí, mirando mi rostro, intentado ver más allá. Quiero que ese momento no se acabe nunca. La limpieza de sus ojos, la paz de su rostro me conmueve tanto que me duele… ¡Siento dolor!

Sueño con poder descender y abrazar esa soledad que me comprende, que me ama con un amor más fuerte que yo.

Estoy viendo por primera vez sus arrugas, el temblor de sus manos, la torpeza de sus movimientos y me rompo por dentro. Es como ver un reloj de arena, y los granos deslizándose rápido, sin compasión. Quiero gritar con todas mis fuerzas que se detenga el tiempo, llorar mi rabia. Odio mi impotencia, mi vacío, mi quietud.

Y ella me sonríe, una sonrisa dulce, la última que me brinda esta bella mujer que tantos momentos me ha regalado. Sus ojos verdes antes brillantes, preciosos, profundos, ahora apagaron la luz de esta tarde de invierno. Su cuerpo yace sobre nuestro banco.

Me desgarra mi silencioso grito.

Luego… la nada.

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“Andrés, he leído una noticia curiosa en el periódico. Parece ser que una anciana ha fallecido en el parque de Rossi esta noche. La ha encontrado el guarda y, según su versión, la pobre mujer ha debido morir por el susto que le provocó el que una estatua se desplomara a sus pies rompiéndose en mil pedazos.

Andrés ¿el bronce puede destrozarse como el cristal?”

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