Es el gato del edificio de enfrente. Le llamo Zen y le
envidio.
Cada mañana de esta cuarentena nos damos los buenos días en
silencio.
Mientras intento no despertar mis malos pensamientos, él -o
ella, me quedaré con la duda- mira con serena paz la esquina de la calle.
Siempre imperturbable.
Abro la persiana con la sensación de que todo puede
desmoronarse en un segundo y ese cuerpecillo blanco mirando al horizonte me
tranquiliza.
Intento llamar su atención, interactuar con algún ser vivo, hacerle
presente en mi vida. Quiero comprobar que, a pesar de todo el abismo en el que
estamos flotando, hay algo real ahí afuera.
Zen mira a través de mí como perdonando mi existencia.
Seguidamente me sustituye por su punto preferido en la esquina de la calle.
Sonrío, echo la cortina y voy a por el café. Le he robado un
poco de serenidad para encarar el nuevo día y poder lidiar con lo que venga.
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